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CON MIEDO A LA INSEGURIDAD

En tiempos de pandemia por la enfermedad del Covid-19, el virus de la inseguridad se propaga de manera inquietante, hace estragos y su daño es considerable.
 
El miedo al delito, en sus distintas formas, es compartido mayoritariamente por todas las clases sociales: 9 de cada 10 connacionales se consideran potenciales víctimas de la delincuencia.
 
De ahí la necesidad de ser precavidos en ese sentido y, por lo tanto, el incremento en la demanda de vigilancia como un antídoto, por así decirlo, frente a un contexto de excepcionalidad que ha generado situaciones incluso de mayor riesgo.

VIGILANCIA FRENTE A LA CRIMINALIDAD

Buena parte de los interrogantes en materia de delitos de distinta naturaleza guardan relación directa con la persistencia de una elevada “cifra negra” de la inseguridad, concepto acuñado por el fiscal japonés Shigema Oba durante una conferencia en Alemania sobre la criminalidad.

Al hablar de esa “zona oscura”, como también se ha dado en llamar, el especialista nipón se refería a los episodios no registrados por el sistema judicial ni la Policía porque no fueron declarados, esto es: al número o desconocimiento de delitos y delincuentes que no han llegado a ser descubiertos porque no han sido denunciados por sus víctimas.

Esa falta de datos multiplica las dudas, no sin aumentar la confusión toda vez que se pretende delinear y planificar políticas públicas de seguridad y de vigilancia privada, complementaria de las fuerzas estatales.

COSTOSA INSEGURIDAD

El costo de la inseguridad pública en nuestro país representa por año el 3 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). Sin embargo, se trata todavía una asignatura pendiente, en la medida en que sucesivos gobiernos nacionales y provinciales no han podido reducir significativamente los índices de los diversos delitos.
 
La expansión de la vigilancia privada es proporcional a esa insuficiencia estatal.
 
Las cifras incluyen el gasto público en policía, justicia y administración de prisiones, el costo social por victimización (ingreso no percibido de damnificados) y el lucro cesante de las personas privadas de su libertad.
 
Aunque se sitúa por debajo del promedio regional (3,5 % del PIB), ese costo implica un monto suficiente, por caso, para aumentar en 50 % la inversión en educación.