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LA INSEGURIDAD DESCONOCIDA

En nuestro país sólo el 47 por ciento de las víctimas de delitos denuncia el hecho ante las autoridades competentes.

Predomina la convicción de que se trata de un procedimiento burocrático que importa una pérdida de tiempo y que no producirá resultados positivos, según conclusiones del Observatorio de la Deuda Social de la UCA.

En todos los niveles sociales se mantiene una alta desconfianza respecto de la denuncia. Por eso mismo, en relación con delitos de distinta naturaleza, persiste una elevada cifra negra de la criminalidad, esto es: episodios no registrados porque no fueron declarados.

De ahí la dificultad de contar con datos precisos sobre la penetración del delito mediante herramientas diferentes de las encuestas de victimización, que mal que bien compensan las deficiencias estadísticas de los organismos oficiales o estatales.

LA INSEGURIDAD ES COSTOSA

El costo de la inseguridad pública en nuestro país representa por año el 3 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB). Sin embargo, se trata todavía una asignatura pendiente, en la medida en que sucesivos gobiernos nacionales y provinciales no han podido reducir significativamente los índices de los diversos delitos.

La expansión de la vigilancia privada es proporcional a esa insuficiencia estatal.

Las cifras incluyen el gasto público en policía, justicia y administración de prisiones, el costo social por victimización (ingreso no percibido de damnificados) y el lucro cesante de las personas privadas de su libertad.

Aunque se sitúa por debajo del promedio regional (3,5 % del PIB), ese costo implica un monto suficiente, por caso, para aumentar en 50 % la inversión en educación.

SAN MARTÍN: “LA PATRIA NO ABRIGA CRÍMENES”

Libertador de la Argentina, Chile y Perú, nuestro más alto prócer falleció el 17 de agosto de 1850, en su casa de Boulogne-sur Mer (Francia), rodeado de sus seres queridos. Sus restos fueron repatriados en 1880. El general José de San Martín nunca buscó el bronce, pero sí la única forma de inmortalidad fehacientemente comprobada que es el recuerdo. Terminaba no pocas de sus cartas con la contundente frase: “Cuando no existamos, nos harán justicia”.

Hay mucho de nostalgia en sus textos, de conciencia de no reconocimiento, de hacer lo correcto en una soledad que se empeñaba en acompañarlo y que compartía con su compañero Manuel Belgrano, quien le escribía poco antes de encontrarlo en la posta de Yatasto:

“Mi querido amigo y compañero: Mi corazón toma nuevo aliento cada instante que pienso que usted se me acerca; porque estoy firmemente persuadido de que usted salvará a la patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto: soy solo, esto es hablar con claridad y confianza; no tengo ni he tenido quien me ayude. En fin, mi amigo, espero en usted compañero que me ilustre, que me ayude y conozca la pureza de mis intenciones, que Dios sabe que no se dirigen ni se han dirigido más que al bien general de la patria y a sacar a nuestros paisanos de la esclavitud en que vivían”.

San Martín se negó permanentemente a participar en nuestra larga guerra civil y le escribía al Protector de los Pueblos Libres, José Gervasio Artigas el 13 de marzo de 1816. “Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieren atacar nuestra libertad. No tengo más pretensiones que la felicidad de la patria”.

Antes de emprender aquella memorable epopeya del cruce de una de las cordilleras más altas del mundo, hizo jurar a sus soldados el “Código de honor del Ejército de los Andes”, que no dejaba lugar a dudas sobre a qué tipo de militar quería legarle a la Patria.

La Patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados, que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares. La Patria no abriga crímenes”.

San Martín era un claro defensor de la división de poderes y conocía el valor central que ocupa el poder judicial en un Estado. En el Reglamento de los Tribunales del Perú, quedó expresada una vez más la categórica convicción sanmartiniana:

“La imparcial administración de justicia es el cumplimiento de los principales pactos que los hombres forman al entrar en sociedad. Ella es la vida del cuerpo político, que desfallece apenas asume el síntoma de alguna pasión, y queda exánime luego que, en vez de aplicar los jueces la ley, y de hablar como sacerdotes de ella, la invocan para prostituir impunemente su carácter. El que la dicta y el que la ejecuta pueden ciertamente hacer grandes abusos, mas ninguno de los tres poderes que presiden la organización social es capaz de causar el número de miserias con que los encargados de la autoridad judicial afligen a los pueblos cuando frustran el objeto de su institución”.

Partió hacia Europa perseguido por los rivadavianos y sólo quiso volver cuando gobernaba su compañero del ejército de los Andes, Manuel Dorrego, y ofrecer sus servicios a la Patria que estaba en guerra con el Brasil. Al llegar al puerto se enteró de la desgraciada noticia el asesinato de Dorrego por Lavalle. No quiso desembarcar, pero no se privó de opinar en una carta dirigida a su amigo O’Higgins:

“Los autores del movimiento del 1° de diciembre son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no solamente a este país, sino al resto de América, con su conducta infernal. Si mi alma fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de estos hombres, pero es necesario enseñarles la diferencia que hay entre un hombre honrado y uno malvado”.

Volvió a Francia donde años más tarde lo visitaría Sarmiento dejando una notable semblanza de aquella entrevista: “No lejos de la margen del Sena, vive olvidado don José de San Martín, el primero y el más noble de los emigrados… Me recibió el buen viejo sin aquella reserva que pone de ordinario para con los americanos, en sus palabras, cuando se trata de América. Hay en el corazón de este hombre una llaga profunda que oculta a las miradas extrañas…Ha esperado sin murmurar cerca de treinta años la justicia de aquella posteridad a quien apelaba en sus últimos momentos de vida política”.

El general estaba cansado y enfermo. Tanta ingratitud, tanta melancolía, tanto extrañar a su patria, a su querida Mendoza habían hecho mella en el invencible. Sufría asma, reuma y úlceras y se había quedado ciego. Se fue dejando morir en silencio, no quería molestar.